Hace 35 años, el 15 de febrero de 1985, me convertí en miembro de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, que en aquellos días se conocía principalmente, en Italia, como la Iglesia Mormona.

No creo haber escuchado, o no podía recordar, en ese momento de mi vida, el verdadero nombre de la Iglesia. Cuando vi por primera vez a un par de misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días en el metro de Milán y leí el nombre de la iglesia en su etiqueta, me pregunté quiénes eran.

Había escuchado muchas veces sobre los “mormones”, pero no sabía que esos misioneros eran de la misma iglesia, solo que con un nombre diferente.

Solo unos meses después, cuando una pareja diferente de misioneros me detuvo en la calle, en mi ciudad natal, Asti, finalmente supe que el élder Forbes y su compañero eran lo que la mayoría de los italianos llamarían “misioneros mormones”.

Conocí al élder Forbes y su compañero a veces en diciembre de 1984, y fui bautizado el 15 de febrero de 1985, después de algunos altibajos que intentaban convencer a mi familia católica de que me permitiera ser miembro de la Iglesia de Jesucristo.

Esta es la versión de mi historia de conversión que se publicó en 2003 en la Liahona, la revista de la iglesia. Fue traducida correctamente al español, así que lo reproduciré aquí.

No había duda alguna

Cuando los misioneros me mostraron la filmina de la Primera Visión del profeta José Smith, me costó contener las lágrimas, ya que su relato de la búsqueda de la verdad era, en ciertos aspectos, similar a la mía.

Por aquel entonces yo tenía veinte años y vivía en Italia, mi país de origen. Durante cinco años había estado buscando respuestas que la religión de mis padres no me había podido dar. Las había buscado en otras religiones y filosofías, pero parecía que a todas les faltaba algo. El año antes de conocer a los misioneros, esa búsqueda se había convertido en lo más importante de mi vida. Me distancié de algunos amigos y hasta dejé la universidad en la que había estado estudiando. Mis familiares no podían entenderme.

A fines de 1984, conocí a los misioneros en la calle y les di mi dirección. Yo sabía muy poco sobre la Iglesia, pero por alguna razón quería hablar con ellos.

Algunos días más tarde me hallaba en mi cuarto; le abrí mi corazón a Dios y le pedí que me mostrara lo que quería que hiciera. Mientras oraba, sentí que me rodeaba una gran paz; en ese mismo instante sonó el timbre de la puerta. Cuando los misioneros entraron, supe que tenían las respuestas que buscaba.

Durante la segunda charla, los misioneros nos instaron a mi madre y a mí a bautizarnos, pero tuvimos reacciones diferentes. Después de leer una buena parte del Libro de Mormón, yo había ayunado y orado y había recibido una confirmación de la verdad de lo que enseñaban los misioneros. Por otro lado, mi madre no tenía la menor intención de bautizarse.

Cuando los misioneros se hubieron ido, mi madre me puso ante una difícil disyuntiva: si decidía bautizarme, tendría que vivir en otro sitio. Yo no tenía duda alguna; sabía qué era lo correcto. Me fui de la casa de mi madre esa misma noche.

Al día siguiente, los misioneros, el presidente de la rama y yo fuimos a la casa de mi madre para intentar resolver el problema; durante nuestra conversación, acepté la petición de ella de aguardar un mes antes de bautizarme, pero lo hice sólo por respeto hacia ella y para demostrarle que mis deseos eran sinceros.

Los misioneros siguieron enseñándonos durante ese mes, pero nada cambió para mi madre y se hacía evidente que quería que volviera a retrasar mi bautismo. Pero yo no podía esperar y me bauticé el 15 de febrero de 1985, el mejor día de mi vida hasta entonces.

Mi madre estaba enfadada con mi decisión y yo no sabía qué debía hacer, así que me reuní con mi presidente de rama y, mientras orábamos juntos, sentí la inspiración de pedirle al hermano de mi padre que me dejara vivir con su familia.

Mi tío aceptó, pero con la condición de que volviera a la universidad. Sin embargo, nuestra relación se deterioró al poco tiempo porque no quería que fuera a la Iglesia ni que ayudara a los misioneros. Finalmente me prohibió que saliera de su casa para ir a la conferencia de distrito en la que iba a recibir el Sacerdocio de Melquisedec.

Una vez más tuve que escoger entre una vida tranquila y el Evangelio. Para mí no había duda alguna. Ese sábado me levanté temprano, empaqué mis cosas y me fui.

No era fácil ser miembro de la Iglesia, pero el Señor me bendijo para abrirme paso sin el apoyo de mi familia. Una de las bendiciones más grandes la recibí cuando cumplí con una asignación del quórum de élderes que consistía en visitar a un matrimonio recién bautizado. Allí conocí a su hija Giovanna.

Pasado un tiempo, Giovanna se bautizó también y planeamos casarnos, pero el día de nuestra boda llegó un aviso legal que declaraba que el matrimonio no se podía realizar, pues mi madre había encontrado la forma de evitarlo. Luego de varios meses difíciles, solucionamos el asunto y nos casamos. Ahora tenemos cuatro hijos hermosos.

Como familia hemos tenido experiencias difíciles, pero esas experiencias han fortalecido nuestros testimonios. El Señor nos ha bendecido enormemente y se ha valido de nuestras pruebas y dificultades para guiarnos y bendecir nuestra vida. De ello no hay duda alguna.

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